natural high
elisa juri
sept. 2024
elisa juri
sept. 2024
frente a mi nueva casa, cruzando la avenida –caminando cinco cuadras cuesta arriba, se entra de lleno en el bosque. un bosque que me hizo acordar a otros bosques –lluviosos, nublados, frondosos– que he caminado en mi otra vida, al otro lado del atlántico, por toda su basta longitud. de adolescente en lo equatorial, a los veinte por la región central, muy de chiquita al sur del cono sur. pensar el bosque es como pensar cualquier otra generalidad abarcativa en la que es menester relacionarse con aquello desde la que se es hoy, ahora.
pensar el bosque no es tanto pensar, sino más bien encontrar el propio ritmo, al caminar, y mantenerlo. un poco es dejar de elegir qué pensamientos vienen y más bien solo ir. era así que yo andaba cuando de pronto vi algo que no había visto en otro bosque jamás.
las hortensias silvestres del bosque son bellas de una manera aparte. aparecen salvajes, su afro florido pasa de ser pompa decorativa a ser salvaje. las hortensias salvajes del bosque se propagan en mi mente desde los jardines de abajo, del pueblo (¿o es una ciudad?) ahora miro las raíces en el suelo, pienso en la inteligencia del bosque que las hace aparecer así, en una pendiente, como perlas azules –asemejando cascada de agua-hortensia.
una vez vi un corto portugués sobre una isla donde crecían hortensias. vienen de japón, esta especie de hortensias –eso decían en el corto. y los colores son modificaciones que le hacen al suelo en el que crecen. en el corto, aquella isla estaba plagada de hortensias. una mujer decía una plaga. y la palabra plaga –dañina resonando en mi mente– junto a esas imágenes bellas como son las hortensias –las silvestres– en el laboratorio cubierto de plásticos gruesos y transparentes, en baldes redondos de plástico blanco, sobre estructuras de madera fina, en el interior (frondoso) de alguna isla portuguesa, hacían algo terrible. algo terrible y terrestre, no se volvía monstruosa la belleza de las hortensias silvestres como las plagas, pero casi.
vemos las hortensias en el pueblo –o en la ciudad– en la pequeña ciudad, vemos hortensias en los jardines de las casas; en macetas, y –trimmed up, or down– las hortensias aparecen como lo que me han contado antes sobre ellas: la madre de las hijas debe tener hortensias en la casa, así se casan las hijas. las hijas no deben tener hortensias hasta después de casadas, sino no se casa ella misma. quizás por eso las rechazo un poco, con su belleza que en macetas parece filial. quizás por eso así las rechazo. pero en el bosque no son la esperanza sostenida en el viento de la madre de ninguna hija, ni son apropósitamente hermosas, son. son cascadas de agua-hortensias, son salvajes, son criaturas perladas, se marchitan y aparecen colores entremezclados, genéticas híbridas, dudosa, self-made, con el bosque, digo, la hortensia.
yo no estoy de ácido cuando miro la hortensia ser cascada de agua-hortensia, ni he microdoseado psilocibina, ni veo formas-colores moverse, ni pretendo que haga ruido a arroyo la cascada que miro. yo no logro capturar en fotos la belleza de la cascada-hortensia, ni veo a nadie más perplejo, ralentizar el paso de la caminata frente a este fenómeno, solo nosotras dos parecemos algo desorientadas frente a tanta belleza. pendiente abajo, perlado el brillo, se arrugan los pliegues del agua fría.
a mí –sí es verdad– el bosque, o el agua profunda, la altura en la montaña, los largos días permanecidos en la luz natural circadiana del rimo de la tierra –sin leds ni noche virtual– me ponen high. y así de high me siento flirtear con la naturaleza intensamente. como los pájaros que saben que se les mira, las mariposas igual. así de high puedo sentir el espíritu vivo de todo lo vivo. ¿no se asemeja a un parpadeo, la brisa que mueve ramas que produce un flicker de luz solar? only a flirt1 y, ¿las flores? ¿se sabrán vistas? ¿amadas? no digo por lxs que liban, sino por las que contemplamos, intensamente –sin temblar, ¿sabrán de su efecto expectorante?
en el bosque, así de high, siento la escala de las cosas que importan. me pone en perspectiva. en el bosque –esta vez– esa escala es saber que hasta volver a la ceniza de la que recomienza el fuego, se baila. se vive vivir viviendo. y se baña –una, en la mente– en agua-hortensia que corre veloz, no sin dejar perfumes, no sin regar su brillo. y se soplan, claro, esperanzas que son suspiros cargados de canto al aire del bosque donde la hortensia es salvaje y se pide su mímesis, se ora su anatomía. y después, se baja –hacia la ciudad. con la estela de algo que aún vibra (o tiene ruido), se transpira el agua-hortensia al dejar ciudad –una, en particular– y abrazar otra nueva. se sabe dejar –aquella otra, particular– en el momento perfecto: al final del verano, que es el verdadero momento de la muerte. no el otoño, como muchos creen. el otoño es ya el momento que le sucede a la muerte, el silencio que se guarda para sí mismo porque frente a la muerte no hay palabras realmente. y luego viene el invierno, que es ese silencio en su duración. y la inteligencia del bosque lo sabe y por eso lo sabes tú, que fuiste agua-hortensia (en el bosque, durante los días más calientes del verano). y te sientes vivir viviendo, intensamente.
1pavese, 1950.
pensar el bosque no es tanto pensar, sino más bien encontrar el propio ritmo, al caminar, y mantenerlo. un poco es dejar de elegir qué pensamientos vienen y más bien solo ir. era así que yo andaba cuando de pronto vi algo que no había visto en otro bosque jamás.
las hortensias silvestres del bosque son bellas de una manera aparte. aparecen salvajes, su afro florido pasa de ser pompa decorativa a ser salvaje. las hortensias salvajes del bosque se propagan en mi mente desde los jardines de abajo, del pueblo (¿o es una ciudad?) ahora miro las raíces en el suelo, pienso en la inteligencia del bosque que las hace aparecer así, en una pendiente, como perlas azules –asemejando cascada de agua-hortensia.
una vez vi un corto portugués sobre una isla donde crecían hortensias. vienen de japón, esta especie de hortensias –eso decían en el corto. y los colores son modificaciones que le hacen al suelo en el que crecen. en el corto, aquella isla estaba plagada de hortensias. una mujer decía una plaga. y la palabra plaga –dañina resonando en mi mente– junto a esas imágenes bellas como son las hortensias –las silvestres– en el laboratorio cubierto de plásticos gruesos y transparentes, en baldes redondos de plástico blanco, sobre estructuras de madera fina, en el interior (frondoso) de alguna isla portuguesa, hacían algo terrible. algo terrible y terrestre, no se volvía monstruosa la belleza de las hortensias silvestres como las plagas, pero casi.
vemos las hortensias en el pueblo –o en la ciudad– en la pequeña ciudad, vemos hortensias en los jardines de las casas; en macetas, y –trimmed up, or down– las hortensias aparecen como lo que me han contado antes sobre ellas: la madre de las hijas debe tener hortensias en la casa, así se casan las hijas. las hijas no deben tener hortensias hasta después de casadas, sino no se casa ella misma. quizás por eso las rechazo un poco, con su belleza que en macetas parece filial. quizás por eso así las rechazo. pero en el bosque no son la esperanza sostenida en el viento de la madre de ninguna hija, ni son apropósitamente hermosas, son. son cascadas de agua-hortensias, son salvajes, son criaturas perladas, se marchitan y aparecen colores entremezclados, genéticas híbridas, dudosa, self-made, con el bosque, digo, la hortensia.
yo no estoy de ácido cuando miro la hortensia ser cascada de agua-hortensia, ni he microdoseado psilocibina, ni veo formas-colores moverse, ni pretendo que haga ruido a arroyo la cascada que miro. yo no logro capturar en fotos la belleza de la cascada-hortensia, ni veo a nadie más perplejo, ralentizar el paso de la caminata frente a este fenómeno, solo nosotras dos parecemos algo desorientadas frente a tanta belleza. pendiente abajo, perlado el brillo, se arrugan los pliegues del agua fría.
a mí –sí es verdad– el bosque, o el agua profunda, la altura en la montaña, los largos días permanecidos en la luz natural circadiana del rimo de la tierra –sin leds ni noche virtual– me ponen high. y así de high me siento flirtear con la naturaleza intensamente. como los pájaros que saben que se les mira, las mariposas igual. así de high puedo sentir el espíritu vivo de todo lo vivo. ¿no se asemeja a un parpadeo, la brisa que mueve ramas que produce un flicker de luz solar? only a flirt1 y, ¿las flores? ¿se sabrán vistas? ¿amadas? no digo por lxs que liban, sino por las que contemplamos, intensamente –sin temblar, ¿sabrán de su efecto expectorante?
en el bosque, así de high, siento la escala de las cosas que importan. me pone en perspectiva. en el bosque –esta vez– esa escala es saber que hasta volver a la ceniza de la que recomienza el fuego, se baila. se vive vivir viviendo. y se baña –una, en la mente– en agua-hortensia que corre veloz, no sin dejar perfumes, no sin regar su brillo. y se soplan, claro, esperanzas que son suspiros cargados de canto al aire del bosque donde la hortensia es salvaje y se pide su mímesis, se ora su anatomía. y después, se baja –hacia la ciudad. con la estela de algo que aún vibra (o tiene ruido), se transpira el agua-hortensia al dejar ciudad –una, en particular– y abrazar otra nueva. se sabe dejar –aquella otra, particular– en el momento perfecto: al final del verano, que es el verdadero momento de la muerte. no el otoño, como muchos creen. el otoño es ya el momento que le sucede a la muerte, el silencio que se guarda para sí mismo porque frente a la muerte no hay palabras realmente. y luego viene el invierno, que es ese silencio en su duración. y la inteligencia del bosque lo sabe y por eso lo sabes tú, que fuiste agua-hortensia (en el bosque, durante los días más calientes del verano). y te sientes vivir viviendo, intensamente.
1pavese, 1950.