Que el final del día me encuentre a cielo abierto
Elisa Juri






Diría que empezó bastante tarde. Que incluso cuando empezó, no había comenzado realmente, sino hasta mucho después. O quizás sea la forma en la que me siento haciendo ese contacto, con el cine –cada vez– como si lo desconociera de antes, como si partiera de un sucesivo punto cero que se desplaza y desplaza consigo también lo previo. ¿Previo al cero? Es un cero con centro de gravedad, un punto al rededor del cual cuerpos etéreos y amorfos danzan sincopados dibujando su propia órbita, antes que se la denomine órbita. Por eso jamás me consideraría cinéfila, o así es como pierdo la memoria. Son más bien fiebres. Y ese punto cero –entre las fiebres– lo pierdo, sabiendo que si vuelvo a ver las mismas películas bajo una fiebre distinta, es como si las viera por primera vez, y esa es mi parte favorita –aunque no tenga nada favorito– es eso: descubrir lo que no había visto en lo ya visto, verlas de nuevo, y, casualmente, sucede más con las películas que sigo eligiendo (por no decir “mis favoritas”).

Si trato de recordar cuándo empezó, cuándo fueron los primeros contactos, no sabría qué considerar primero: si cuando nos contábamos los sueños en la mesa del desayuno, con mi hermano, (que se sentaba frente a mí,) y mi hermana, (que se sentaba a mi lado, mientras le hacían trenzas) –escenas de las que en verdad solo me acuerdo porque mi hermano me las contó demasiadas veces, le daba gracia como yo soñaba en clave surrealista a esa edad –antes de mi memoria–, y que mi hermana, al final del relato, muchas veces dijese que había soñado con lo mismo, y como –años después– nos volvería a pasar y descubriríamos que en efecto, soñábamos muchas veces lo mismo; o si contar a partir de todos esos miles de kilómetros de paisajes a través de las ventanas del auto –resumen de mi niñez– que en los días de semana, por las mañanas, era el Aconcagua por la ventana de la derecha, por la izquierda en las tardes; o los trucos de magia de mi padre en la cena, que eran en realidad fórmulas físicas: la sal que pega el hilo al hielo, generar un vacío tapando con una servilleta una jarra llena de agua, darla vuelta y que el agua no moje el papel, ni se mueva; o la vez que vino a cenar mi tío abuelo a la casa nueva –ya en otra ciudad– después de cenar encontramos Límite vertical en la tele, pero él le pidió a mi mamá que apaguemos la televisión y le preguntamos porqué y nos contó una historia que yo nunca olvidé, el relato alucinado de la vez que se perdió escalando en Ojos del Salado, y casi muere o vio a dios caminando en círculos –que seguro no eran círculos– mientras se le congelaba el cuerpo, hasta que milagrosamente y luego del funeral que le habían hecho en su pueblo, lo encontró el avión que lo buscaba; o la primera vez que fuimos a una sala de cine, y que la película no me gustó pero sí el silencio y la oscuridad justo antes de la película; o cuando llegamos por primera vez a Quito, y fuimos al cine, pero ya solo me acuerdo de la salida, la noche fría; o si dejarme de rodeos y empezar con el cine que al final tenía la forma de cine, ya elegido por mí y a mis propios tiempos, cuando volvimos a vivir a Argentina y encontré –capaz por lo de los tiempos– en ese espacio mi refugio.

Tenía 16 cuando nos mudamos de vuelta. Como la mudanza fue la más abrupta, la más compleja, yo trataba de estar poco en casa. No se sentía nuestra, y esta ciudad nueva era llana, y esa llanura, y vivir en su centro, me daba la sensación de tener mucha independencia, de poder expandirme a mis anchas, como dicen, que a esa edad parecía imprescindible. Caminando encontré la rampa de entrada a un cine, la entrada me resultó barata, así que los casi dos años que viví en esa ciudad me los pasé en gran parte ahí dentro. Aunque no recuerde la mayoría de las películas que vi ahí, tengo en mí la certeza –un saber plasmado en el cuerpo– de haber pasado largas horas allí dentro, de haber caminado incontables veces desde el departamento hasta la sala, de haber estado en funciones con solo otras dos personas, de pensar en una película que pasa en una sala vacía, y recuerdo –por contraste– las funciones llenas, cuando se hacía fila en el hall de la entrada, y sentirme cómplice del espacio mientras esperaba. Recuerdo que mi papá me separó una página de La voz del interior, donde había una columna sobre cine que escribía Salzano, y así me enteré que él programaba en ese espacio que era mi refugio. A veces lo que escribía se mezclaba con algo en el cine, y eso me gustaba: polinizaciones cruzadas. Esa columna en particular era sobre una mujer bella con una tristeza enorme que la ahogaba y en la que se terminaba ahogando ella. Sentí compasión por un rostro al que le conocía un único gesto, luminoso, sensual, petrificado. Vi –en mi mente– la película de la muerte de Marilyn, y era una imagen discreta, y ordinaria, como cualquier muerte sumida en la soledad. En la entrada de ese cine había (o hay) una fotografía gigante de Marilyn, y espejos que multiplican su figura incontables veces. Me acuerdo (también) de una película francesa en la que un hombre iba a una isla, o cerca de una isla, y en un momento aparecía el musgo de las piedras, de cerca y la fragmentación era lenta. Me acuerdo que aquello me impresionó: que tal cosa –como el musgo– el color y la forma de ese musgo (a veces celeste, a veces turquesa, a veces verde,) como flores planas, casi sin relieves y sin pétalos, expandidas en la superficie en realidad porosa, para nada áspera, de las rocas húmedas –que esa belleza tuviese un lugar en una película, que eso sea suficiente, me impresionó. Me acuerdo también de un documental sobre Luca Prodan, de un invierno que había pasado en Traslasierra, desintoxicándose, y grabando demos de canciones como Perdedores hermosos. Esa era la música que se escuchaba en muchos de los antros del Abasto en ese momento, así que, por asociación, (o por esas polinizaciones cruzadas,) algo también recuerdo. Pero son muy pocos recuerdos de ese supuesto principio y hoy eso me causa curiosidad: si recuerdo poco porque compartía también poco de todo eso que veía, o si recuerdo poco por la actitud con la cual veía esas películas, o si depende del estado de la materia gris en mi cerebro en aquél momento. Probablemente esto último podría explicar todo, pero me quedo con lo que hace compartir, escribir, dialogar, dibujar, o soñar, salir del cine a caminar, y luego dormir, o salir de fiesta, y a la mañana siguiente tener la sensación de saber algo, aunque no esté claro qué. De recordar algo, de darme cuenta que hay algo que se ha quedado conmigo, después de. Me quedo también con eso de la actitud con la cual se miran las películas, a modo de recuerdo.

Después de eso, un verano preparaba el ingreso para una escuela a la que no entré: leí Esculpir en el tiempo, y luego La conquista de lo inútil en una silla de mi mamá que puse bajo la sombra de un algarrobo en la casa donde ella ahora vivía. Cuando terminé el segundo libro me dije a mí misma es tan cierto que mi cuerpo va a tocar el agua en este instante como voy a hacer cine, y me metí de un chapuzón en la piscina. Ya me había mudado a Buenos Aires, y ese año se mudaba también mi hermana, con quien compartiría –en unos meses– un departamento pequeño y luminoso. Un fin de semana lluvioso vimos Mekas, simulando un cine en casa. Un mes vimos todo Jacques Tati en unas funciones gratis del Palais de Glace. El público de aquellas funciones tenía una edad promedio de 90, nosotras siendo las únicas jóvenes. Llegábamos con las justas, antes que comenzara la película, y nos sentábamos en dos butacas que dejaban libres, cerca del centro. Es posible que hayamos aprendido –nosotras– a ir al cine con esa manada. A mí me gustaba observar la forma que tenían de sentarse tan cerca, y reír a carcajadas, sin estorbarse. ¿En qué momento y cómo habían establecido esa confianza? La sala estuvo siempre llena durante ese ciclo. Otra noche (no sé cuánto tiempo después,) en otro cine, llegamos uno o dos minutos tarde a una función de When Evening Falls on Bucharest or Metabolism y el protagonista hablaba de la continuidad, o de la importancia del corte, y habló de eso un rato, dentro de un auto, de noche, por alguna ciudad en la que no habíamos estado jamás, y mi hermana me preguntó si en lo que llevábamos viendo de la película, (ya habían pasado varios minutos,) había habido algún corte. Con esa pregunta, en ese momento, yo sentí que teníamos un diálogo, entre nosotras, pero también con lo que presenciábamos, con el cine. No importa si la peli nos gustó o no, creo que lo que importa es la interacción, el diálogo, las preguntas, el arrimarse a otra persona en la sala y poner una pregunta en el aire, al volumen del susurro, en esa atmósfera de la sala negra cuando la habita el cine. De todo eso sí me acuerdo.

Pero –y tardé muchos años en darme cuenta que esto era lo que sentía– desde allá, desde el sur del sur, en esos años –quizás por el estudio, la academia que circundaba estas experiencias, (y muchas de esas preguntas)– yo no veía al cine como algo actual, como algo que se hacía en nuestro presente, ni cerca mío, no lo veía como algo vivo. Era algo de otro tiempo, algo que ya había pasado, que se hacía en otra región, lejana (Europa) y que llegaba a destiempo. Y, lo que también pasaba en esa época, era que las películas que más me tocaban, se sentían de alguna forma propias. No en el sentido de sentir que las había hecho, (aunque probablemente también me gustaban porque estaban cerca del cine que imaginaba hacer,) lo digo ahora en el sentido que se volvía personal: había habido un contacto, y se había vuelto algo íntimo. Después de eso empezaron las fiebres.







©ElisaJuri2025